Berta Riaza tuvo que retirarse hace 18 años porque su cabeza ya no le servía para ser actriz. Y desde entonces, las gentes del teatro no han dejado nunca de recordarla y de preguntar por ella a la actriz Julieta Serrano, su gran amiga, que ha estado pendiente de ella hasta este domingo, en que ha muerto a los 94 años en Madrid. Ambas mostraron una de las relaciones de hermandad más hermosas, sólidas y profundas que se conocen, similar a la que se puede encontrar entre una madre y una hija, porque además Berta Riaza se convirtió un poco en niña estas dos últimas décadas. Su velatorio se ha instalado en el Tanatorio de la M30 de Madrid. De ahí partirán sus restos mortales mañana, lunes, sobre las 12.20, para ser enterrada en el cementerio de la Almudena.
Nacida en la capital, el 27 de julio de 1927 (”me ha ido muy bien lo de haber nacido el 27 del 7 del 27″, decía) desarrolló una sobresaliente carrera en el escenario y también en televisión a lo largo de casi sesenta años, entre 1947 y 2004. En 1992 fue distinguida con el Premio Nacional de Teatro.
Con unos padres maquilladores de cine y teatro, Berta Riaza entró a los 14 años en la Escuela de Arte Dramático. Debutó en el Teatro María Guerrero, en Madrid, con Historia de una casa, de Joaquín Calvo Sotelo, en 1949. Después formó parte de la compañía que encabezaban los actores Antonio Vico y Carmen Carbonell, la compañía Lope de Vega y el Teatro Español. “Lo que he hecho no es una carrera, eso me suena muy rimbombante”, declaraba en una entrevista con EL PAÍS en 1999.
De imagen seria, quizás acentuado por los papeles que le tocó interpretar, tuvo una pequeña presencia en el cine, debutando con José Luis Sáenz de Heredia en Diez fúsiles esperan. Estuvo en el reparto de Entre tinieblas (1983), de Pedro Almodóvar, y de Luces de bohemia (1985), de Miguel Ángel Díez. Con la televisión tuvo una larga relación, en especial, con las versiones de grandes títulos de la dramaturgia para el programa Estudio 1.
Su voz y dicción le dieron la oportunidad de leer el discurso de la escritora María Zambrano cuando se le concedió el Premio Cervantes en 1989 —la primera mujer que obtenía el galardón—. Fue la propia filósofa malagueña la que quiso que sus palabras las leyese Riaza.
Sobre su forma de trabajar, no aplicaba ningún método concreto. “Mi método es encontrar la verdad del personaje y estar de acuerdo con el director, porque me tienen que salir muy de dentro los textos, y eso es complicado”. De ahí que pensara que cuanto más se adule a un actor, mejor se siente: “El actor siempre se siente frustrado, porque es muy difícil meterse en la piel de los demás, siempre subsiste una insatisfacción. Por ello, a un actor no se le deben regatear adjetivos maravillosos”.
En 2004, anunció su retirada: “Estoy cansada, necesito disfrutar para seguir trabajando”, declaró en una entrevista en este medio. Sin embargo, su despedida profesional la vieron muy pocas personas. Fue en el barcelonés Teatro Borrás, ensayando Wit, de Margaret Edson, una obra donde una mujer reflexiona sobre la muerte y la enfermedad. Lluís Pasqual la dirigía con mimo y paciencia. Él se daba cuenta de que había algún problema. Berta dudaba, había como lagunas en su cabeza, no estaba aquella prodigiosa memoria suya. En una escena no pudo lanzar todo el texto. Se repitió y pasó lo mismo. Riaza miró a Pasqual y él entendió que le decía “hasta aquí hemos llegado”. No hubo palabras, ninguna explicación, ninguna pregunta… “Ella era más inteligente que nosotros y se daba cuenta de todo”, afirma Pasqual. Se abrazaron un tiempo que podía parecer eterno, en el que ambos parecían decirse muchas cosas. Cuando terminó, ella hizo su último mutis por el foro y Pasqual se retiró a un cuartito cercano al escenario y se abrazó a su gran amiga la actriz Rosa María Sardá, que estaba allí. Los dos lloraron abrazados y en silencio largo tiempo.
Finalmente, el montaje se llegó a estrenar en 2005, en el Teatro Maravillas, con una magnífica Teresa Lozano, que sustituyó a Riaza. Con los años, también Pasqual puso en pie la obra con la gran Sardá, quien confesó poco antes de morir que ese trabajo le ayudó a enfrentarse a la muerte y al cáncer.
Riaza fue una actriz fetiche especialmente para dos directores. Miguel Narros, y por ende William Layton y José Carlos Plaza. Este último ha comentado: “Ha sido la gran actriz del teatro español en toda su época, la persona que encarnaba la verdad ya fuera el texto clásico, en verso, contemporáneo, porque eran sus palabras las que salían aunque las hubiera escrito Shakespeare”. Plaza, que se encuentra ensayando El sueño de la razón, de Antonio Buero Vallejo, añade: “Trabajar con ella era estar con un ángel, jamás he trabajado con un alma tan bella”. Plaza debutó con Riaza en Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán-Gómez, y se despidieron como profesionales con El avaro, de Molière. Entre una y otra hay trabajos memorables, como los que hicieron en la Orestiada, Hamlet, El jardín de los cerezos.